Otro curso que se va

Otro curso que se me ha escurrido de entre los dedos. Lo encontraba todos los días a los pies de mi cama cada mañana al despertar. 

Y ya no está.

Se ha ido.

Se ha ido, y en su lugar ha quedado una pequeña caja, tan pequeña que solo yo la puedo ver.

La he abierto, y al hacerlo han salido disparados hacia el cielo fuegos artificiales. Pero estos no están hechos de polvora.

Están hechos de recuerdos de mil colores y formas, de olores y de frascos que guardan lágrimas de cristal. De risas a las ocho y media de la mañana cuando mi amiga y yo nos gritamos como unas descosidas en el autobús para podernos oír entre todos los cuerpos que se interponen entre las dos. De escapadas entre clase y clase para ir a comprar a las máquinas expendedoras. De agarrarnos las manos hasta que nos duelen los nudillos cuando una nota está a punto de salir. De correr como alma que lleva el diablo porque se te escapa el autobús. De robarnos comida sin pedir permiso porque ya no nos hace falta. De hacer de la facultad nuestro rinconcito en el mundo. De fantasear con nuestro futuro de blanco y con fonendoscopio. De hablar a todas horas porque no nos podemos perder de vista ni en vacaciones. De apoyarnos los unos en los otros y darte cuenta de que no estás solo. De descubrir una versión de mí misma que no sabía que existía porque estaba escondida en mí. De tropezar y caer mil veces, y levantarse mil y una. De aprender que una sonrisa es mi mejor bandera.

Así que cierro con cuidado la cajita, y la guardo en mi baúl de los recuerdos. Ese que me recuerda de dónde vengo, y a quiénes les debo la mitad de quien soy. 

Después me doy la vuelta, despacio, sin prisa. Me acerco a la ventana y miro al horizonte. Está atardeciendo. El sol se escapa del firmamento igual que los recuerdo juegan conmigo al escondite.

Pero no tengo miedo. Esta vez no. Porque sé que mañana brillará esa estrella luminosa, orgullosa y fuerte. Recordándome que, igual que al sol, a mí también me queda mucha luz aún por mostrar.